La amígdala, centinela de nuestro cerebro emocional
Escrito y verificado por la psicóloga Raquel Aldana
Cuando hablamos de la amígdala estamos haciendo referencia a una estructura cerebral subcortical que es, precisamente, uno de los centros emocionales de nuestro cerebro. En realidad, aunque solemos referirnos al cuerpo amigdalino en singular, existen dos amígdalas que se interconectan en forma de almendra.
De hecho, si atendemos a su origen etimológico, veremos que su denominación obedece al vocablo griego que hace referencia a este fruto. Así, como vemos en la imagen, estas dos estructuras cerebrales profundamente unidas se sitúan justo encima del tallo encefálico (también llamado tronco del encéfalo) y se encuentran ligeramente desplazadas hacia adelante.
La amígdala como estructura especializada en emociones
La amígdala parece tener una clara especialización en el manejo de nuestras emociones, así como en otros procesos psicológicos básicos, como el aprendizaje y la memoria.
La interrupción de las conexiones existentes entre la amígdala y otras zonas de nuestro cerebro provoca lo que se denomina ceguera afectiva, una asombrosa condición que nos impide calibrar el significado emocional de todo lo que nos rodea.
Imaginemos, entonces, el sinsentido vital de cada experiencia y de cada relación con nuestro entorno si este carece de carga emocional y sentimental. Si asumimos esto, podremos comprender con facilidad la razón por la que la emoción es la clave del aprendizaje y, por ende, debemos poder manejar la carga emocional para enseñar con mayor eficacia.
La amígdala: núcleo de la inteligencia emocional
Fue Joseph LeDoux, neurocientífico del Center for Neural Science de la Universidad de Nueva York (Estados Unidos), el primero en descubrir y hablar del importante papel que la amígdala desempeña en el procesamiento emocional.
Esto fue posible gracias al uso de técnicas como la resonancia magnética funcional, la tomografía axial computarizada (TAC) o la estimulación magnética transcraneal. Estas nos permiten cartografiar el funcionamiento cerebral con gran precisión para obtener información sobre cómo procesamos lo que ocurre, tanto externa como internamente.
Así, gracias al brillante trabajo llevado a cabo por LeDoux y su equipo, hoy sabemos que la amígdala es la que asume el control cuando nuestro cerebro pensante (el neocortex) aún no ha tomado una decisión. Por esta razón sabemos que la amígdala y su interrelación con el neocortex constituye el núcleo de la inteligencia emocional.
Esta investigación no se quedó ahí, sino que abrió un inmenso campo de investigación que favorecería la unión de cabos sobre lo que conocemos de nuestro cerebro emocional y su interrelación con la parte más racional de nuestra mente.
La amígdala, secuestradora de nuestro cerebro emocional
Digamos que la amígdala puede entenderse como un interruptor que conmuta aquellos sentimientos que nos arrebatan la razón en los momentos de tensión. Esta estructura de la que hablamos tiene la función de vigilar nuestra vida mental con objeto de ayudarnos a afrontar y filtrar lo que acontece alrededor de manera rápida.
Por tanto, filtra lo que recibe de una manera muy primitiva, pues se pregunta: «¿Es algo que odio? ¿Es algo que me puede herir? ¿Es eso a lo que temo?». Si algo le alerta, entonces da la voz de alarma al resto de estructuras y zonas cerebrales implicadas en el procesamiento emocional y racional de los acontecimientos.
Esto activa la secreción de las hormonas que nos predisponen para lucha o la huida. Se encarga, además, de darle al interruptor de la secreción masiva de noradrenalina y favorecer la reactividad cerebral.
La clave: su extensa red de conexiones neuronales
Al hacer uso de su extensa red de conexiones neuronales, la amígdala agiliza nuestra manera de responder durante una crisis emocional, pues digamos que recluta y pone al servicio de la situación tanto nuestra mente racional como la emocional.
Así pues, gracias a sus interconexiones con las distintas partes del cerebro, la amígdala constituye una especie de servicio de vigilancia dispuesto a alertar a los bomberos, a la policía y a los vecinos ante cualquier señal de alarma. Si suena la alarma del miedo, la amígdala envía mensajes urgentes a cada centro cerebral para disparar la secreción de hormonas corporales que nos ayudan a protegernos.
De esta forma se activan los centros del movimiento y se estima el sistema cardiovascular, los músculos y las vísceras. Asimismo, dado que apoya con sus señales el disparo de noradrenalina, estimula la apertura de nuestros sentidos y ponen a nuestro cerebro en alerta, manejando nuestra expresión facial y paralizando aquellas zonas musculares o cerebrales que en ese momento no resultan funcionales.
Se establece, por tanto, un asombroso puente bioquímico. Este hace que nuestro córtex prefrontal y nuestro sistema límbico (formado por la amígdala y otras estructuras) guíen nuestro autocontrol y nuestro movimiento en determinadas situaciones de considerable intensidad emocional.
En definitiva, la amígdala nos permite, durante una crisis emocional, reclutar y dirigir gran parte de nuestro cerebro, incluidas las zonas que más se relacionan con el procesamiento racional de nuestra mente. Esta funcionalidad nos mantiene sanos y salvos por lo que, sin duda, le debemos la vida a esta maravillosa estructura cerebral.
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