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¿Los lácteos inflaman? 10 mitos comunes sobre su consumo

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En muchas oportunidades hemos escuchado que los lácteos «no son buenos» y que causan inflamación. Pero, ¿realmente debemos evitarlos? Hoy aclaramos qué hay de cierto —y qué no— detrás de estos mitos.
¿Los lácteos inflaman? 10 mitos comunes sobre su consumo
Maria Patricia Pinero Corredor

Revisado y aprobado por la nutricionista Maria Patricia Pinero Corredor

Última actualización: 13 mayo, 2025

Hemos escuchado muchas afirmaciones sobre los lácteos: que inflaman, que dañan el intestino, que no son «naturales» o que no tienen cabida en la alimentación adulta. Sin embargo, salvo en casos de intolerancia a la lactosa o alergia, la mayoría de las personas sanas puede consumirlos sin inconvenientes y, de hecho, obteniendo beneficios.

Si bien argumentos como que «la leche de vaca es solo para los terneros» o «somos el único mamífero que sigue tomando leche en la adultez» pueden parecer convincentes, en realidad son ideas que se han viralizado con sensacionalismo y sin suficiente respaldo científico.

Cuando no hay una condición médica que lo impida, incluirlos en la dieta representa una buena opción para obtener proteínas de alta calidad, calcio, vitamina B12 y otros nutrientes clave. Por si aún te quedan dudas, a continuación desmitificamos las principales creencias sobre estos alimentos y te contamos qué dice la ciencia.

1. Tomar lácteos inflama el organismo

No. Tomar lácteos no te causará inflamación si no tienes intolerancia a la lactosa o alergia a la proteína de leche. Esta creencia se ha difundido a raíz de experiencias personales —como malestar o hinchazón tras consumir leche— y de ideas alarmistas que se han extendido rápidamente en redes sociales a pesar de no tener fundamento científico.

Lo cierto es que esta reacción se debe a una condición individual y no a los lácteos en sí como grupo de alimentos. En personas intolerantes a la lactosa, el cuerpo no produce suficiente lactasa, la enzima que digiere este azúcar. Debido a esto, aparecen síntomas como la hinchazón, los gases, el dolor abdominal y la inflamación estomacal localizada.

Si hay alergia a la proteína de la leche (como la caseína), el aumento de la inflamación ocurre porque el sistema inmunitario identifica estas sustancias como una amenaza; las reacciones van desde malestar digestivo hasta dificultad para respirar, tos persistente, urticaria e hinchazón de la cara. En casos graves, puede derivar una reacción anafiláctica, que requiere atención médica inmediata.

Dicho esto, si eres una persona sana, los lácteos no te causarán una respuesta inflamatoria general. Por el contrario, la evidencia disponible sugiere que opciones como el yogur o el kéfir tienen un efecto antiinflamatorio, pues disminuyen marcadores como la proteína C reactiva y ciertas citoquinas, que generan inflamación sistémica, sobre todo en personas con sobrepeso y obesidad.

2. Los lácteos no son necesarios después de la infancia

Este mito surge de la idea de que, al igual que otros mamíferos, los humanos dejamos de producir lactasa —la enzima que descompone la lactosa— tras el destete, cuando la leche materna deja de ser nuestra principal fuente de nutrición. Sin embargo, esto no es del todo acertado.

En un amplio número de personas, ha ocurrido un proceso evolutivo conocido como «persistencia a la lactasa» que posibilita la adaptación al consumo de leche y productos lácteos, incluso después de la infancia. Las excepciones, como ya lo comentamos, son aquellos con hipersensibilidad y malabsorción de lactosa.

Y aunque los lácteos no son imprescindibles en la dieta de manera estricta, sí son uno de los alimentos que proporcionan cantidades significativas de calcio, vitamina D, proteínas y vitamina B12, necesarios para la salud ósea, la función muscular y el mantenimiento del sistema nervioso en la edad adulta. 

3. La leche de vaca no es para los humanos

Lo hemos escuchado más de una vez: «solo los terneros toman leche» o «tomar leche es antinatural». Quienes defienden estas posiciones suelen afirmar que, biológicamente, las vacas producen este alimento con características específicas para cubrir las necesidades nutricionales de sus crías, y no de otras especies.

No obstante, la leche y sus derivados han hecho parte de la dieta humana durante miles de años, en muchas culturas, lo que ha favorecido una adaptación genética que ha permitido que gran parte de la población mantenga la capacidad de digerirla, incluso después de la infancia.

Además, la idea de que «es solo para los terneros» pierde fuerza, si consideramos que otros animales, como perros y gatos, también la consumen de forma voluntaria. Y a pesar de que puede no ser recomendable para sus dietas, sugiere que beberla no es tan «antinatural» como algunos aseguran.

4. Los lácteos son fácilmente sustituibles por otros alimentos

El miedo que se ha difundido junto a las creencias sobre los lácteos ha hecho que muchas personas busquen de forma constante sustitutos para cubrir los nutrientes que aportan estos alimentos. Y sí, hay muchas opciones. Sin embargo, en la práctica, reemplazarlos no es tan simple.

La leche, el yogur, los quesos y demás derivados proporcionan una combinación de nutrientes que es difícil de encontrar junta en otros alimentos: proteínas de alto valor biológico, vitaminas del complejo B, minerales como calcio y, a veces, probióticos. Para suplirlos por completo suele ser necesario combinar distintos tipos de alimentos que, en conjunto, puedan aportar lo que los lácteos brindan en una sola porción.

Pero esto no se trata solo de sumar nutrientes al azar; requiere una planificación rigurosa, pues hay que considerar cuestiones como la biodisponibilidad (cuánto del nutriente absorbe el cuerpo), la porción del alimento y con qué frecuencia se incluye en la dieta. De ahí que sea necesario hacerlo de la mano del nutricionista.

Así pues, aunque no son del todo indispensables, nos facilitan tener una alimentación más equilibrada y completa, siempre y cuando los disfrutemos y los toleremos bien.

5. Los lácteos engordan

Una de las creencias más antiguas sobre la ingesta de lácteos es que su presencia en la dieta puede causar exceso de peso. Algunos creen que «engordan» porque hasta hace algún tiempo se demonizaban los alimentos con alto contenido graso. Y sí, algunos derivados  —como helados, batidos o quesos muy curados— son altos en calorías, azúcares o grasas saturadas, pero esto no significa que aumenten el peso de sus consumidores.

Lo que en realidad nos puede hacer ganar peso es sobrepasar nuestras necesidades energéticas diarias, es decir, comer más calorías de las que necesitamos. Esto sucede sin importar si estas provienen de lácteos, pan, frutas o cualquier alimento. Por eso, si son bien tolerados y si se incluyen en cantidades adecuadas dentro de una dieta balanceada, no tienen por qué ser un problema.

6. Los intolerantes a la lactosa no pueden consumir ningún derivado lácteo

Tenemos la tendencia a creer que la intolerancia a la lactosa impide el consumo de cualquier tipo de lácteo. Pero, ¿sabías que no todos tienen el mismo grado de sensibilidad, ni que todos los lácteos son abundantes en lactosa? Los quesos curados (como el parmesano, manchego o gruyere), por ejemplo, tienen un mínimo de esta azúcar, ya que el proceso de maduración la elimina casi por completo.

El yogur natural y el kéfir, por su parte, suelen tolerarse bien porque contienen bacterias beneficiosas que ayudan a descomponer esta sustancia. Eso sin contar con que en el mercado hay versiones deslactosadas de leche, yogur y queso, que permite a los intolerantes seguir disfrutando sus beneficios nutricionales sin riesgo de experimentar malestar.

La clave está en identificar qué lácteos contienen probióticos (bacterias beneficiosas), cuáles son bajos en lactosa y, sobre todo, en qué cantidades se toleran a nivel individual.

7. La leche y otros productos lácteos aumentan el riesgo de enfermedades cardiovasculares

Este mito se extendió a raíz de la idea de que todo producto «graso» era malo para el corazón, sobre todo por sus efectos en los niveles de colesterol. Los lácteos —y en particular los enteros— fueron incluidos en dicha clasificación sin profundizar demasiado en sus propiedades. Hoy, gracias al desarrollo de más investigaciones, sabemos que no todos los alimentos que contienen grasas saturadas impactan igual en el organismo.

En lo que al consumo de leche y derivados se refiere, la evidencia actual respalda que un consumo moderado, incluso de las versiones enteras, no aumenta el riesgo cardiovascular en personas sanas. Sus efectos dependen del contexto dietético general, del tipo de producto y de las características individuales del consumidor.

Dicho de otro modo, es poco probable que consumir estos alimentos sea una causa directa de enfermedad cardiaca, o de sus exacerbaciones. Pueden ser perjudiciales si se consumen de forma excesiva o en condiciones de necesidades específicas, como colesterol alto o afecciones cardiovasculares diagnosticadas.

Algunas investigaciones preliminares han determinado que lácteos como el yogur o el kéfir tienen potencial para cuidar la salud cardíaca, posiblemente por su contenido de calcio y potasio, y su aporte de probióticos (bacterias buenas).

8. El consumo de lácteos daña el intestino

La creciente popularidad de las dietas que eliminan los lácteos ha difundido la idea errónea de que ingerir estos alimentos «daña el intestino». Desde efectos como la inflamación crónica hasta el empeoramiento de afecciones como el síndrome del intestino irritable y las úlceras, mucho se dice sobre su supuesto impacto negativo.

Pero, ¿es cierto que comer lácteos afecta nuestra salud intestinal? De ninguna manera. Si no tenemos ninguna sensibilidad o reacción alérgica a estos, consumirlos no debería ser un problema. A decir verdad, en personas con intolerancia a la lactosa, alergia a la caseína o enfermedades inflamatorias intestinales, ciertos lácteos causan inflamación, hinchazón, gases o diarrea, pero no dañan estructualmente el intestino.

Por lo tanto, no es cierto que los lácteos sean inheremente dañinos para el intestino. Más bien, algunas versiones fermentadas, como el yogur, el kéfir y el queso curado, contienen bacterias «buenas» (probióticos) que ayudan al equilibrio de la microbiota intestinal, lo que aumenta el bienestar digestivo.

9. Ingerir lácteos empeora el asma y aumenta la producción de mocos

En la actualidad, aún es frecuente encontrarse con la creencia de que los lácteos empeoran los síntomas del asma o que aumentan la producción de mocos en caso de afecciones respiratorias. Los testimonios subjetivos y la textura espesa de la leche suelen justificar los motivos de este mito.

La verdad es que las investigaciones científicas no han encontrado ninguna relación entre el consumo de lácteos y un aumento de la tos, la congestión nasal 0 la broncoconstricción, ni en personas sanas ni en pacientes resfriados o asmáticos. En general, la eliminación de estos alimentos es innecesaria en personas con afecciones respiratorias.

Solo deberíamos tener especial cuidado en caso de alergias específicas, en las que estos productos sí pueden generar una respuesta inmunitaria negativa, con síntomas como dificultad para respirar, sibilancias y obstrucción nasal.

10. Es malo tomar leche para hacer ejercicio

«¡Muy mala idea tomar leche antes de hacer ejercicio!»… esta creencia se fundamenta en que esta bebida puede causar digestión pesada, aumento de mucosidad y supuesta inflamación, interfiriendo con el rendimiento deportivo. Muchos deportistas, inclusive, prefieren evitarlos por completo. Una vez más, es una posibilidad en personas alérgicas o con dificultad para digerir la lactosa. 

Lejos de ser perjudiciales en poblaciones sanas, la evidencia sugiere que su ingesta proporciona carbohidratos que sirven como fuente de energía antes de cualquier actividad física extenuante. Además, su contenido de líquido y eletrolitos también resulta saludable en estos escenarios porque favorecen la hidratación. Otros nutrientes como la caseína y el suero contribuyen a la síntesis de masa muscular y apoyan la recuperación posejercicio.

Si te gustan los lácteos, disfrútalos sin miedo o culpa

A menos que tengamos intolerancia a la lactosa o alergias a la proteína de la leche, no hay motivo para excluir los lácteos de la dieta. La leche y sus derivados, en especial el yogur, el kéfir y algunos quesos, son nutritivos, versátiles y añaden variedad a nuestra alimentación.

De hecho, si lo que nos preocupa es su contenido graso o sus calorías, tenemos la posibilidad de elegir versiones «bajas en grasa» o «light» que conservan sus beneficios por menos aporte energético. Y para quienes tienen sensibilidad, las versiones deslactosadas son una buena alternativa, ya que están pensadas para ser fáciles de digerir.

En definitiva, si nos gustan y nos sientan bien, podemos disfrutarlos sin problema. Como muchos alimentos frescos, los lácteos son sabrosos, aportan nutrientes importantes y contribuyen a mantener una dieta saludable y balanceada.


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